EL CABRÓN DE HERMAN HESSE
No me gustaba leer. Me costó, lo reconozco. Me costó mucho aficionarme a la lectura. Hacía trampas con los libros del cole y eludía cualquier actividad que no pudiera acabar en un máximo de 30 minutos, lo que descartaba por completo la novela.
Con estos mimbres, en un clásico zapping televisivo derivado de mi inquietud, topé con una entrevista al que posteriormente se convertiría en uno de mis filósofos favoritos: el Ilustrísimo Antonio Escohotado. Cinco minutos de atención le bastaron para despertar mi curiosidad y embaucarme en una búsqueda de su idea, de sus ensayos, de pequeños pensamientos.
Y aquí me enganché. Descubrí que, en aquel momento, lo que me atraía era eso: el ensayo, la teoría del pensamiento. Cada vez me atrevía con obras más complejas: llegué al Príncipe de Maquiavelo, sin duda mi referencia política; me adentré en la antropología de Sapiens, y entonces un viejo amigo con tintes de intelectual dio con la tecla:
“Tío, el PUTO HERMAN HESSE, El lobo estepario es mi libro favorito”.
Y efectivamente, el jodido Lobo estepario lo cambió todo: mi idea, mi concepción vital, mi entender del mundo, mi forma de disfrutar, de pasar la tristeza, de transigir por la angustia o de digerir la euforia. Por tanto, helo aquí: algunas de mis conclusiones.
“Señores, señoras, damas y caballeros, seres de todo credo, raza y condición: LA VIDA ES UNA JODIDA MIERDA. Asúmanlo, les será más fácil”.
Vivimos en un puteo constante: jornadas interminables, salarios precarios, situaciones inciertas, frecuente falta de tiempo o falta de dinero para disfrutar de ese tiempo. Vemos a nuestros amigos y a nuestras familias muchísimo menos de lo que querríamos; transigimos por un noticiero plagado de desgracias, de mangantes que nos dirigen sin ningún tipo de escrúpulos, de guerras absurdas que solo se amparan en los intereses de cuatro privilegiados, de expolios totalmente injustos.
A toda esta mierda cuasi endémica de este nuestro constructo social hemos de sumarle las individuales: la pérdida de seres queridos, las rupturas de parejas, problemas laborales, traiciones o desapariciones de amigos. Cosas que, en mayor o menor medida, todos hemos podido sufrir en algún momento y que nos han dejado, si cabe, más tocados.
Aun así, aun con todo esto, si alguien les ofreciera a cualesquiera de ustedes 10 millones de euros a cambio de que el próximo día fuera el último día de su vida, ¿qué pasaría? Dudo que nadie los cogiera. Entonces, implícitamente, me están ustedes reconociendo que levantarse mañana, que vivir un nuevo día, como mínimo está valorado en 10 millones de euros. ¿Es así?
¿Pero por qué? ¿Por qué queremos agarrarnos tanto? ¿Por qué le damos tanto valor a esta vida tan puñetera?
Seguramente encuentren ustedes cientos, o miles, de explicaciones. Desde un sentido teológico podrán hablarme del sufrimiento terrenal para alcanzar la plenitud celestial; desde uno más platónico, alguno dirá que esto solo es el reflejo del mundo de las ideas de tan aclamado mito cavernario; si topo con un lector que, por contra, es extremadamente pragmático, me dirá que simplemente el sentimiento es un reflejo de las circunstancias personales de cada uno. Muchos de ustedes simplemente creerán que están ante un pesimista, una persona golpeada que no tiene ganas de disfrutar. Pero no dejen de leer…
No hedonista, pero no pesimista desde luego. Si bien entre ambas posiciones encontramos amplio espectro.
Es cierto, quizá haya sido demasiado dramático en el relato, pero no es menos cierto que, ostrín Pedrín, ¿Cuánto tiempo de nuestra semana lo invertimos en aquello que nos da verdadero placer? ¿Y cuánto, por el contrario, destinamos a obligaciones, a trabajos poco plenos, a deberes ingratos o a compromisos incómodos? Saquen Uds. sus porcentajes…
Recapitulemos entonces: ¿por qué soportar esta cuenta matemática que, cual día de la marmota, siempre nos arroja un resultado negativo?
Yo los llamo “ratitos”, y todos, absolutamente todos en mayor o menor medida, los tenemos. Esos ratitos de felicidad plena, por lo que sea: un día con tus amigos en el que las risas son el hilo musical que acompaña el devenir; momentos con tu pareja que te hacen pensar que a cambio de estos vale la pena soportar todas las crisis; la sonrisa de un abuelo, la cual queremos condurar para siempre por si es la última.
Estos son los ratitos que hacen que merezca la pena: los que nos llenan de anécdotas, los que al rememorarlos nos dan fuerza, los que nos entregan esperanza amparada en la sapiencia de que volverán a suceder. Por esto vale la pena. (Vaya párrafo les acabo de dejar a los de Estrella Damm para el anuncio del próximo verano).
¿Qué pasa entonces con el Sr. Hesse? ¿Tenía razón? ¿Es solo la vida un pesado discurrir de penurias sobre las que transigir mientras agonizamos y nos opacamos por lo efímero de la felicidad? Pues quizá… No seré yo quien se atreva a contraargumentar a uno de los escritores más grandes de todos los tiempos. ¿Pero qué sería de la felicidad sin su cariz efímero?
Esto es lo que nos permite disfrutarla de verdad: aprovechar estos ratitos, magnificarlos en la memoria y agarrarnos a ellos para seguir adelante.
Recuerdo un anuncio televisivo de hace años que rezaba un eslogan con la cara de Lewis Hamilton (en aquel momento némesis de Magic Alonso) y la frase: “Benditos malvados”. Y así es, porque vivimos de contrastes. ¿Cómo sabríamos distinguir el bien si no existiera el mal? ¿Cómo hablaríamos de un día de verano sin el frío invierno? ¿Qué sentido podría tener ganar sin haber perdido? Quizá lo entendí mal, quizá este era el mensaje del Lobo. Quizá, y solo quizá, como el personaje ideado por el Sr. Hesse, al ser consciente de su pesadumbre podía sentarse en un bordillo a observar y deleitarse con la belleza de la primavera o del caer de la lluvia.
Evidentemente no hemos de ser tan prosaicos y extrapolar el mensaje, porque nadie nunca llenó la tripa viendo florecer un árbol en primavera. Pero sí podemos quedarnos con el mensaje, con lo bello de lo esporádico. Ese saldo negativo de la cuenta matemática antes citada quizá no sea más que nuevamente el refranero popular: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”.
¿Entonces qué? ¿Pesimista o hedonista? No lo sé. Si se detienen ustedes, probablemente tampoco lleguen a una conclusión en términos absolutos, pero aquí tienen algo a lo que dedicar una pequeña reflexión esta noche.
No esperen un final, no quieran una conclusión, ni tan siquiera en este caso mi opinión.
Espero que al menos esto les haya proporcionado uno de esos “ratitos”.
Hasta la próxima, abrazos.
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